lunes, 4 de agosto de 2008

Batallas dulces

I

 El frío golpeaba desafiante la ventana de vidrio. Se había colado por las hendijas de la persiana. Entraba clandestinamente, reptando por las sábanas. Nos refugiamos en la cama, tapados hasta la nariz con las frazadas y bañados por la sombra azul de la música. Nos abrazamos. Nuestros labios se llamaron, con un gemido imperceptible. Se fusionaron en un pequeño beso que creció en intensidad, consumiéndose en un pegote de chocolate. 

Una vez terminado el azúcar, la dulzura se seguía expandiendo por cada paso, y nuestros labios la seguían tanteando con la lengua incansable, en los rincones perfumados de piel. 

La ropa fue perdiendo terreno ante las bocas. El frío miraba desde la ventana pensando e un gran festín. Pero no pudo ni acercarse. La desnudez irradiaba un calor intenso que cortaba el clima exterior. 

II

Fantasía de caníbales. Pellizcos de dientes, curados por besos. Temblores. Estremecimientos. La danza se continúa al banquete. Nos restregamos en una coreografía improvisada. Las piernas se anudan. Se deslizan. Las manos juegan a las escondidas. Los ojos perciben más allá de lo que ven. La piel se inflama y se despega. La tensión aumenta. Espera impaciente. El ambiente se humedece. Engulle su urgencia, que no calma y se exaspera. Se han librado batallas casi de guerras, hasta que llega el asalto definitivo. Los contendientes se preparan. Cae de espaldas sin defensa. El guerrero en pie la atraviesa con su espada.

Los besos se esfumaron y los mordiscos se curan con la sal de la traspiración que los recorre. Las heridas de batalla se cauterizan. La danza cede el lugar al duelo. Se hunde en la humedad y la presiona a rendirse. No se resiste. El mundo se sacude frenético. Un grito, la exhalación del alma que deja el cuerpo, lo aprieta con fuerza. Ya no quiere que se vaya. Quiere que termine de hundirse y terminar con el duelo. Un segundo. El aire se detiene. El se apura ante la inminente muerte que lo motiva aún más. Dispara. Se desploma con un gemido sobre el cuerpo inerte. El mundo sigue temblando, pero ahora, al compás de su respiración. De su pecho que se hincha y desinfla espasmódicamente. El corazón da cuenta de la guerra. Como puede, se despega para tomar distancia y ver el campo de batalla. De la ropa desordenada. Del frío que, ahora sí, comienza nuevamente a ganar terreno, de su cuerpo que lo mira. Ella observa. Se despierta y vuelve en sí, con el escozor de las sensaciones. Sólo que su verdugo no la mata. Sólo la envenena porque lo sabe perdido. Al instante. En otra batalla. 


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