viernes, 30 de octubre de 2009

Historias breves, de pasillos largos

I

Patea sus propias sombras sobre la dureza gris del cemento. La piel curtida, curtidísima, de los años de intemperie. Una intemperie doblemente feroz. La intemperie de la lluvia que no lava, del sol que reseca, del viento que erosiona… y de la vida.
El paso cansino denota años inverosímiles, 20 mas de los que son. Vida que pasa rápido en la piel, y demasiado lento en el tiempo. Ojos de haber visto demasiado de lo que no se quiere ver, y de haber perdido ya las ansias de ver las cosas que no le dejaron ver.
Tristeza, los surcos de sus ojos marcan el áspero camino que royeron las lagrimas de años.
Una vida no vivida. Va arrastrando los pies, como con miedo a que el piso también se caiga y termine de una vez por todas de estar colgado de la nada. Los zapatos a modo de chancletas, rinden sus últimos metros útiles. Un traje 2 talles más grande que alguien habrá entregado tras su desgaste. El pelo raído, entre cano, entre sucio, entre peinado.
Mira al suelo. Tal vez sea por la espalda y el peso de tantas mochilas cargadas. Tal vez busque algo que alguna vez perdió o le quitaron. Tal vez no quiera mirar a los ojos a los otros transeúntes, en los que encontrará miradas de susto, rechazo o pena.
Tal vez vive otro mundo en su cabeza. Tal vez decidió escapar y desconectar su cabeza.
Sólo las tripas de vez en cuando, le recuerdan que sigue a la intemperie en la ciudad de los grandes edificios y obras de bacheo en las cual ya le han dicho, no tiene lugar. Con el diario de hace una semana bajo el brazo, vuelve hablando de entrevistas de trabajo imaginarias.
Ya oscurece y enfila hacia los pasillos, donde la oscuridad le quita hasta la compañía de su sombra.

II

Desde chiquito adoptó la tierra como mejor calzado. No conoce el parquet. El piso de donde vive tiene carpeta de cemento, que termina en el umbral que da paso a un largo laberinto de pasillos que forman lodazales con la lluvia.
En su corta vida ha visto morir un hermano por diarrea. Solo recuerda el llanto curtido de la madre, casi silencioso entre los dientes apretados… y algunas palabras de un doctor diciendo no se sabe qué, del agua potable. Recuerda que sintió dolor, aunque pronto se acostumbró a que esas cosas pasaran.
Recuerda también una hermana, la más grande. La que el más quería. La que lo cuidaba a el y sus otros 4 hermanos como si fuera una madre. La recuerda y la extraña. Y a veces sale a recorrer el barrio aun buscándola. Se fue. Algunos dicen que la fueron. Una vez escucho a una vecina hablando con su madre, quien una vez más, con un llanto silencioso entre los dientes apretados, oía no se qué de una casa con muchas chicas jovencitas, de la policía que los cubría…
El la extraña. Pero su madre la extraña mas que nadie… y varias veces la vio perder la mirada en las jóvenes que pasan por el lugar, como buscándola también. Su madre también, de alguna forma, se perdió ese día.
El no sabe si llorarla o no. Ya debería estar acostumbrado a que a cierta edad la dura vida se vuelve más dura. Ya la gente no le toca la cabeza por la calle, ni le convidan galletitas. Y sabe que a las chicas les va peor.
No sabe si llorar a su hermana o agradecer que no haya aparecido aún, violada, en un zanjón.

III

No era grande. Pero el trabajo duro de la fábrica había consumido su juventud tempranamente. Es extraño escucharlo cuando recuerda. Depende el día y depende el alcohol que haya tomado.
Si está sobrio, comenta con orgullo que el fue un trabajador. Cuenta que cumplía un papel fundamental en los hornos de una metalúrgica. Que estaba casado y que con su mujer habían alquilado una casita cerca de su trabajo. Ella había dejado el trabajo que hacía para coser en la casa. Tenían todo planeado. Querían prepararse para tener un hijo. El llevaba varios años trabajando y confiaban que ya podían garantizarle lo que necesitara…
Pero siempre que llega a esta parte del relato, los ojos se le vuelven vacíos. Secos. Duros. Y la garganta se le tensa. Donde sea que esté se levanta y busca un trago. Y se mantiene callado hasta tomar por lo menos dos botellas con la mirada fija en algún recuerdo.
Cuando el alcohol le afloja los labios vuelve a la carga. Ya de manera casi incomprensible relata hechos mezclados y por su expresión, sumamente dolorosos.
El orgullo de su trabajo desaparece para relatar un accidente. Una vez habían cargado la chatarra en el horno y éste se había tapado. El fino hilo de oro de acero fundido no corría y lo invadió un profundo temor. Si la chatarra se enfriaba dentro del horno podría romperlo y tal vez el se quedara sin trabajo. Reaccionó desesperado, intentando destapar el orificio con un palo. El tapón cedió y el acero al rojo vivo fluyó con enorme fuerza. Se quemó, se quemó todo el pecho y los brazos, y mientras dice esto muestra con su camisa abierta, el paso del acero por su piel. Internado. Varios meses. Sentencia mientras cierra nuevamente su camisa. El resto del cuento nunca sale de su boca. Pero todos saben el final.
Estaba trabajando en negro. Nadie se hizo cargo de lo que le pasó. Le tiraron unos mangos y se borraron.
Su mujer volvió a trabajar, limpiando casas. Y debieron abandonar la casita alquilada para mudarse a lo de su cuñada, a una piecita en uno de los pasillos de tierra sobre los que ahora llora, solo, hablando solo y vomitando bilis.
Se toma el hígado mientras se retuerce en el piso.
Su mujer se había enterado, en el momento que el sufría el accidente, que iban a ser padres. Y no quiso preocuparlo. Ante la situación en que se encontraban, sabiendo que las cosas irían de mal en peor no le dijo nada.
El se enteró cuando fue a reconocer el cuerpo al hospital. Murió por un aborto clandestino.
Ahora el pasa sus días apagando con vino el acero que todavía siente lacerando su pecho.

jueves, 22 de octubre de 2009

Ale, pintura de tarde de domingo



El sol comienza a debilitarse, cansado de la larga jornada. Hoy más, porque los domingos le dan fiaca, como a cualquiera. Es la hora en que comienza a quebrarse el día y los rayos del astro iluminan, pero ya no queman. Se entremezclan con las suaves brisas de la primavera, que traen los últimos suspiros del oscuro invierno que se está yendo.
Llegan ansiosas, buscando un poco de descanso de la ciudad que no para y de la rítmica cotidianeidad. Un descanso de esos días en que se comprimen semanas, de las semanas que comprimen meses.
Las fastidia la cantidad de gente que ha buscado el mismo refugio, pero rápidamente las olvidan dando rienda suelta a la charla reparadora.
Una islita de pasto entre el polvillo de tierra seca a modo de divan de terapia, el árbol escuálido que, alguna vez tal vez, sea sombra... las acompaña, y un río enorme y marrón que no se detiene, de telón.
Olvidan por un momento lo que venían hablando, mientras acomodan sus cosas, siempre muchas. El humo del termo con agua hervida se mezcla con el de los cigarrillos que salen a la pista de baile entre las manos inquietas que grafican gente, situaciones y sentimientos recortados en el aire.
Se sientan y fijan su mirada en el río unos minutos. El mate comienza su trabajo y la relajación da paso a nuevas palabras.
- ah! No te conté… ¡No sabes!; Es la presentación de alguna anécdota seguro
jugosa.
Son esos los momentos únicos en que las cosas mas difíciles dan risa, y donde todo parece tan fácil y sencillo. Las cosas que preocupan parecen no ser tan graves, como si por momentos los problemas fueran compartidos. Se ponen al día atropelladamente. Se mezclan historias y personas.
- No! No me digas… bueno, a mi también me pasó…
- Ah! Pero pará! Eso no es todo.
En esos momentos se puede parar el tiempo y hacer lo que se quiere. Los personajes de los relatos adquieren formas y comportamientos según plazca a sus relatoras, y actúan y se mueven de acuerdo a las necesidades del momento. Se imaginan situaciones, ridiculizan tensiones, y de tanto en tanto… lloran unas lágrimas. El griterío de la gente del lugar vuelve a filtrarse en la escena por unos instantes. Un abrazo, un par de palabras seleccionadas, o simplemente el silencio, para que el mate vuelva a circular y se sigan dibujando historias en el aire.
En una pausa, miran a unos niños pidiendo moneditas alrededor y se preguntan si podrán lograr un mundo diferente para ellos. Por un momento la realidad golpea nuevamente y la conversación se torna seria, con tono plomizo y preocupado. Pero tras esas palabras elocuentes y firmes siguen sentadas las mismas que hace unos minutos reían como niñas o lloraban historias de vida, en esas tardes de domingo en que vale soñar y decir lo indecible.
- y si lo besas y se convierte en príncipe?
- Jajajajja! Callate, no seas tonta. Los príncipes no existen y lo sabemos muy bien, mejor tomate el mate que no es un micrófono nena
- Si, ya se. Decía nomás… para ponerle un poco de onda.
Pero el chiste produjo un silencio, mientras el mate se enfriaba en las manos. Nuevamente las palabras serias acompañan las caras de reflexión.
- Te das cuenta cuanto aun nos queda de aquello aprendido en la niñez!?
- Y si, tantos cuentos de hadas y princesas.
- Tantas casitas de muñecas y bebotes consentidos.
- Y la escobita y el secador?! Te acordás….?
- Y el juego de te y cacerolas?
- Nos educaron para ser otra cosa y, a pesar de todo lo aprendido y todo lo recorrido… y aunque nos riamos y nos parezca tonto. ¿Cuánto de eso nos sigue rondando dentro?
- Son como pequeños dientes de engranajes rotos que hacen ruido al querer rodar.
- Contradicciones.
- Idealistas.
Y con cara de repudio analizan los preceptos maternos, los condicionamientos sociales, la auto represión y la sociedad que las hace creer libres, pero que tiene completamente condicionadas la cabezas.
Y así siguen parloteando hasta que el frío del atardecer las sorprende. El mate ya frío y seco se vuelca en la tierra y les recuerda que ya es hora de irse.
Vuelven cada una a su casa y mientras preparan y programan la semana piensan…
¿Éramos más felices cuando creíamos aquellos cuentos? Llenos de dificultades, malvadas brujas y monstruos… pero con la íntima tranquilidad de saber que terminaban bien.
Es difícil aceptar que sólo eran cuentos cuando en la televisión, las propagandas y “lo correcto” te dicen que son verdad. Está en cada uno entender que no hay destino ni azar que determine la existencia. Que no hay magia ni príncipes en jinetes que rescaten doncellas. Que hay que jugarse, porque cada día y cada momento vamos siendo hacedores de lo que nos pasa.
Por suerte, sigue habiendo domingos para los sueños, para poder verlos, hacerlos palabras y hechos, contrastarlos con la realidad y preocuparnos por conquistarlos.
Por ¿suerte? no necesitamos los domingos para contar con esas amigas. Pero necesitamos de una enorme ambición sobre el futuro, para contar con estas compañeras.

lunes, 19 de octubre de 2009

Oniris

Cuenta la leyenda que Oniris habitaba en una tribu que había perdido sus dioses.
Múltiples catástrofes los habían alejado enormemente de aquellos astros que en otros tiempos marcaban los ritmos de la vida. Había sido un día en que decidieron no consultar más los oráculos y hacer sus propios destinos.
De esta manera transcurrían los días y los años placidamente, construyendo realidades.

Oniris era parte de esa tribu y bajo el sol que regaba los verdes brillantes jugaba a los cuentos. Gustaba de inventar y relatar historias lejanas, sobre aquellos antepasados supersticiosos. Tomaba sus dioses y los reconvertía, los traía al presente en extrañas formas. Los humanizaba, los bajaba a la tierra de los humanos sin sus poderes y los sometía a las vicisitudes mundanas, demostrando que aquellas antiguas creencias no eran más que fabulas. Que en cada hombre se hallaban gran cantidad de dones que se recolectaban en el camino de la vida y no en el paso por el río donde antes se creía que habitaban los no natos.
Se burlaba del dios de los vientos, de los mares, de la ira y del amor. Los miembros de la tribu la escuchaban siempre atentamente mientras de su boca las palabras se descolgaban hiladas en finas hebras de plata que se colgaban de las nubes y mecían su voz en dulces ensoñaciones.
El ritual tenía lugar por las noches, junto a los fuegos que se encendían para burlar la oscuridad que teñía de grises las praderas, aquellas mismas que durante el día eran brillantes. Allí, las cosas que eran cotidianas bajo la luz del sol, perdían sus habituales formas para transformarse en extrañas criaturas según el relato lo requiriera. Los árboles podían ser poderosos dioses que agitaban sus brazos en ataques de sobrehumana ira. Los arbustos se transformaban en los primeros hombres que se escabullían entre los pies de los dioses en sana rebeldía. Los ríos que los rodeaban, podían ser las lenguas de plata de las estrellas que bañaban la tierra de terribles maldiciones. La cosa se ponía mejor si algún animal salvaje pasaba correteando por entre los oyentes. La escena se llenaba de tensión y el viaje al pasado era una excursión inolvidable.
Las luces ocres y naranjas del fuego y el crepitar de los leños daban el toque final a relatos fantásticos que, al apagarse, se esfumaban en los sueños de aquellos que cerraban sus ojos y se perdían en un mundo de fantasía, mecidos por la dulce voz de Oniris.
Este se había transformado en el pasatiempo favorito de los nativos, como un elixir que garantizaba un sueño profundo y plácido para, con las primeras caricias de la mañana, emprender nuevas jornadas llenas de realidad.
Entre los nativos se encontraba Realis.

Realis no faltaba nunca a la cita de la noche. Y era el único que nunca se dormía abrazado a las historias de Oniris. Escuchaba atentamente cada una de las palabras y las guardaba como tesoros. Durante el día podía mantenerse despierto y en medio de los quehaceres se le acercaban muchos otros que, habiendo caído bajo el ensueño de la noche, se habían perdido el fin de alguna de las historias. Entonces el repetía una a una las palabras y los gestos que Oniris había derramado durante la larga noche.
Nunca nadie se extrañó sobre esto. Realis nunca dormía y todos los días rendía en sus labores como quien había dormido toda la noche.
Un día se desató una tormenta como pocas veces se recordaba hubiera sucedido. Ni siquiera en las historias de diluvios que Oniris había relatado se podía encontrar una referencia a semejante obra de la naturaleza. Ese día fue particularmente extenuante. Refugiar a los animales. Levantar las cosechas antes que se pierdan bajo las incansables gotas de agua que penetraban frenéticamente la tierra. Reforzar las viviendas y proteger a los niños. Todos corrían y hacían sus mayores esfuerzos para resistir las ráfagas de agua y viento. Ese día Oniris se sumó a las tareas de sus hermanos y no pudo dormir el reparador sueño diurno que le permitía pasar noches enteras sin siquiera hacer una pausa en sus palabras.
El anochecer trajo alivio a la aldea y el viento se llevó la lluvia bien lejos, dando paso a una luna enorme y rellena que llenaba de luz blanca las mesas de la cena.
Pero esa noche nadie comió. Un grupo de niños corrió a atizar el fuego de las noches de leyendas. Todos querían escuchar las viejas historias de la Mesopotamia sobre Iskur, el dios de las tormentas y la lluvia. No faltaba casi nadie en el encuentro de esa noche. Solo aquellos que, muy cansados, habían acudido a sus lugares de descanso para entregarse a un sueño reparador que no requería de relatos fantásticos.
Como era de esperar, Oniris se sentó en un rincón oscuro, reparado de la luz lunar y comenzó su relato. Como todas las noches, respiró hondo y comenzó a hilvanar hermosas palabras llenas de imágenes y colores. Cada gesto, cada descripción, recordaba en cada uno de los asistentes la jornada vivida. Como el aire se había llenado de agua tornando casi irrespirable el lugar. Como cada músculo se había tensado de sobre manera para poder enfrentar los vientos. Hablaba de una vieja leyenda en que un desierto se convirtió en un inmenso mar salado. Había transcurrido muy poco del relato cuando el fuego comenzó a apagarse, mucho más rápido de lo habitual. Las maderas húmedas competían con las llamas matándolas poco a poco. Solo un pequeño resplandor quedaba del intenso naranja y rojo que hacía unos minutos bañaba el lugar. Oniris continuaba con su relato, sin dar cuenta de lo que sucedía. Realis escuchaba atentamente, mientras observaba que todos habían sucumbido ante el cansancio y dormían profundamente. Mientras los observaba notó algo que le llamó poderosamente la atención. Las palabras de Oniris se desenganchaban unas de otras y perdían sentido.
Comenzaba a mezclar viejos relatos con relatos que Realis nunca había escuchado aún. El los conocía de memoria, y ya conocía cada uno de los dioses que Oniris había humanizado. Y sabía que algo no andaba bien en esta ocasión… El dios de las tormentas se había transformado en un dios que correteaba a los hombres distraídos y los enamoraba. Realis se acercó lentamente a Oniris para escuchar mejor, porque sus palabras se iban consumiendo casi en el borde de los labios, hablando cada vez mas despacio. Debió acercarse tanto tanto para poder escucharla que su rostro quedó frente al de ella. Podía sentir su respiración entre cortada. Oler su perfume de hierba mezclado con lluvia. Oniris estaba hablando dormida. El cansancio de la jornada le había dado una estocada profunda. Un pequeño haz de luna se filtraba por las hojas del árbol bajo el cual Oniris se había acomodado, y se acurrucaba sobre su cara, permitiendo a Realis ver cada detalle de aquel rostro que hasta ahora sólo había podido contemplar cada noche entre penumbras. Los ojos estaban abiertos, pero perdidos en algún punto en que Oniris soñaría las criaturas que estaba describiendo, casi ya en silencio. Su boca entreabierta apenas movía los labios, como en un último intento de seguir pariendo sus historias.
Realis levantó su mano y suavemente le cerró los ojos, y la acomodó sobre el piso para que pudiera descansar. La miró y nuevamente acercó la oreja a sus labios. Pasó algunos minutos mas recostado junto a ella intentando escuchar las palabras casi balbuceadas, de una historia extraña de un tal Eros, de una tal Milita, en que se mezclaban regiones lejanas del mundo bajo un mismo poder. Finalmente Oniris dejó de balbucear y dejó de resistirse al sueño que la había poseído. Realis quedó junto a ella, repitiendo muy quedo las palabras que había logrado capturar. La miró profundamente y se sintió invadido por una extraña sensación. Sabía que no debía, pero acercó sus labios a los de ella sin dejar de repetir las palabras escuchadas sobre estos dioses antes in nombrados. La besó y sintió que ella comenzaba a hablar nuevamente, en susurros. El fuego ya se había apagado completamente y la luna se escondía tras el pesado cortinado de los últimos nubarrones de la tormenta.
Por la mañana el sol volvió a templar la hierba, y secó los últimos vestigios de la lluvia. Uno a uno los seguidores de fábulas comenzaron a desperezarse para encontrase, con sorpresa, a Oniris durmiendo profundamente bajo el árbol donde colgaba sus palabras.
Se acercaron a levantarla y ella intentó agradecer el gesto, pero no pudo. Las palabras no salían de su boca. La desesperación se dibujó en su hasta entonces apacible rostro. Los nativos se miraban unos a otros estremecidos. Sólo Realis permanecía sentado a un costado, mirando la escena, sin un rastro de cansancio en su rostro.
Desde ese día las noches de la tribu cambiaron. Realis ocupó el lugar de Oniris, relatando las historias que ella le contó al oído durante esa larga noche. Oniris se sienta todas las noches cerca del fuego a escucharlo, con la mirada perdida en aquel lugar donde puede ver las criaturas que Realis humaniza. Y esa noche, el relató su primer historia. La historia sobre el alma de los hombres. Sobre las palabras que son pequeñas gotas de alma que se escapan de los cuerpos para construir hermosas ficciones y necesarias realidades. Y habló de aquel extraño dios que se escabulló entre los hombres, cansado de sus palacios artificiales, y que en un arrebato en el que se hizo finalmente humano, realizó su ultima fechoría de travieso dios, robando el alma mas bella de los sueños con un beso, con la complicidad de Toth y Agni, dioses de la luna y el fuego en aquellas viejas historias de los hombres.