jueves, 23 de julio de 2009

nada

El horizonte se ve anaranjado, traslúcido, líquido. Me desoriento hasta que abro mis ojos. EL sol golpeaba las persianas de mis párpados para despertarme. El sol de la pequeña mañana, casi dorado, mas intenso en colores en el momento en que su calor es menos intenso. El cielo se ve límpido y las nubes agrupadas como en un ballet de espuma, abriendo paso a la estrella principal coronada de oro. Todavía no puedo dar cuenta de donde estoy ni como llegué allí. Me siento tan propia del paisaje que es como si hubiese estado aquí desde siempre, desde antes de siempre.
No intento incorporarme. Las dos manos juntas, bajo mi cara, se han calcificado luego de hacer de almohada durante toda la noche.
EL resto de mi cuerpo descansa, como luego de un terrible esfuerzo, como derretido sobre las hojas que el otoño dejó desperdigadas por el suelo y la primavera aun no se llevó. Me muevo un poco y es el crepitar de esas hojas lo que rompe el atronador silencio.
Me incorporo de apoco y una suave brisa de clorofila juega en mi nariz. Proviene de los pastos recién nacidos, mas allá del radio de alcance de la copa bajo la cual me recosté. Un colchón de ocres y marrones musicales, que sirvieron para el proceso de fotosíntesis que alimentó este hermoso árbol, y seguirán haciéndolo ahora luego de muertas, desde los mas profundo de la tierra, donde calan sus raíces. Que extraño destino.
La tierra es negra, negra, húmeda y suave. Al apoyarme sobre mi brazo para contemplar el paisaje que me rodea, mis dedos se hunden en ella. Su humedad debe deberse a lluvias no muy lejanas que han saludado este paraje y dejado sus caricias de plata y mercurio, de cristales líquidos reabsorbidos por todo lo que me rodea. Tanta belleza sería imposible sin las caricias de la lluvia. Extrañamente, desde que estoy aquí, nunca vi llover…
Apoyo mi espalda en el tronco, grueso, firme, descascarado de años e historia. El viento, allá a lo alto, mueve y agita sus brazos, escucho en el corazón de la corteza el crujir de sus entrañas. Embelezada en su música, entre cierro los ojos para saludar al sol que ya se encuentra en línea recta a mi mirada del horizonte. Bajo los ojos y miro mis manos, aun cubiertas con tierra. Juego con ella entre mis dedos, la extiendo, la junto, la esparzo por la palma, la aprieto entre los dedos. Posiblemente mi cara también se encuentre pintada del tizne negro del suelo.
Estiro mis piernas y veo mis pies, desnudos, desperezarse allá lejos, girar y contornearse, apuntando al verde pasto como implorando que les permita ir allí a humedecerse con el rocío que aun se ve, a lo lejos, como un barniz de alpaca sobre los verdes arremolinados pero cándidos, aun en letargo por los restos del frío de la noche.
Los pájaros aun no se han levantado y no dibujan en el cielo. Nada vuela y nada se mueve salvo el viento.
Donde mire solo se ven verde y colores, flores que se arreglan para una nueva jornada, esperando ansiosas los insectos que las visitaran y les contaran los chismes de las tierras no tan lejanas, pero que nunca conocerán
Cuando la temperatura fue la de mi piel, me lancé a caminar por la inmensidad. La maravillosa sensación de caminar sin rumbo porque si, dándole a mis pies la capacidad de sorprenderme, de hallar lo no buscado, gratos detalles de la vida perdidos en lo cotidiano.
El pasto verde, ya desperezado y calido por el sol, amortigua cada paso. Nunca jamás calzado alguno pudo igualar la sensación que tengo ahora. Frescura de menta sube por mis venas, absorbida por cada poro de mis pies. Suaves cosquillas que vuelven sensibles las callosidades de tanto andar. La tierra fresca y aun húmeda de rocío, cede a mi camino levemente. Llego sin prisa a una orilla donde se termina el pasto y comienza un borde de piedras ámbar, redondas, asimétricas, que brillan como las piedras preciosas, pero estas lo hacen calidamente. De alguna extraña manera, no dañan, se acomodan y ruedan entre si haciendo espacio a mis huellas, como recibiéndome en pequeños abrazos que estimulan la circulación de mi sangre.
Casi no noto el contacto con el agua cálida… tímidamente baña los dedos de mis pies. Se ve brillante. Como un manto de suave tela con vetas plateadas, límpida como el vidrio mas esmerilado, deja ver sin pruritos sus entrañas de verde musgo y colores vivientes. Apenas un sonido de chapoteo, tal vez en alguna de sus orillas juegue con las piedras que la rodean.
Me adentro en ella, siento que pierdo peso, que me vacío de carne y me lleno de espuma y liquido sin densidad. Me coloco en cuclillas hasta que mi boca la besa y mis brazos se mueven a mí alrededor dibujando pequeñas olas, tocando canciones como de una vieja vitrola.
He perdido completa noción del tiempo y el sol, que juega a la mancha en el estanque, y lanza un reflejo de luz directo sobre mis ojos, volviéndome en mi.
La sensación de haberme vuelto tan liviana como el mismo aire y haberme llenado del más puro elixir. Me pongo de pie, de espaldas al aro dorado que saluda. Una vez secas, las despliego… casi no se ven. Transparentes, como de tul, mis alas se elevan por sobre mi cabeza por lo menos un metro, las veo en mi sombra proyectada sobre el verde. Se mueven ansiosas. Desde aquí arriba la belleza es aun más hermosa. Las formas verdes se uniforman en una sola con todas sus tonalidades, cortada y resaltada por algunas manchas amarillas o rojas, de flores olorosas. El estanque de agua se ve enorme,,,, hasta el horizonte, como una línea trazada por un hábil arquitecto, como al borde de derramar. Tal vez mañana podría intentar volar más allá y conocer nuevas tierras. Pensaba y meditaba la forma cuando un frío repentino, acaricia mi cuerpo y siento como si cientos de hormigas se desplegaran por mi piel. Es tan intenso que mi estomago se endurece y mis pies y manos arden, se queman. Otro frío aun peor me recorre. La incertidumbre de encontrarme ante un fenómeno que no debería ser en ese tiempo y en ese lugar.
Suavemente apoyo mis pies y como amortiguando el aterrizaje, doblo mis rodillas hasta acariciar nuevamente la tierra con mis manos. Una mancha oscura toma forma a medida que se despega de los árboles. Es una mancha uniforme. No pareciera tener ni cara ni extremidades, pero las veo. Sus ojos están clavados en mi y su boca entreabierta, como a mitad de una palabra, no emite el mas mínimo sonido, ni siquiera de respiración. A medida que se acerca, un olor agudo me toma por asalto, como si esta cosa se estuviera pudriendo por dentro. Me quedo petrificada a su espera. Sigue un camino lento, arrastrando su masa oscura. Como ido. Pasa a mi lado y solo me roza, como si yo no existiera. Lo vi perderse a lo lejos, sin poder sacar los ojos de su figura. Pude ver un resto de lo que podría ser su cabeza, bañado en un naranja brillante de atardecer. A su paso, dejó un camino marcado por el pasto podrido.
Volví en mí, me miré el cuerpo, las manos, los pies… nada había pasado.
Caminé alejándome de la orilla donde aquella extraña criatura se esfumó y allí fue cuando, sobre los verdes teñidos de vetas rojas, no las vi. Solo mi sombra. La criatura no se había esfumado, se había echado a volar con mis alas.
Me recosté junto a un árbol y lloré mares, lloré hasta casi deshidratarme, sin poder detenerlo… podría llenar decenas de aljibes con mis lágrimas. EL dolor de la pérdida solo era superado por el dolor del llanto, mis ojos se hinchan y duelen… mis costillas se doblan ante los espasmos… no recuerdo si en algún momento me alivié, lloré hasta dormirme.

Me despierto por la mañana bajo el árbol, recostada sobre la tierra, negra, húmeda y suave. Al apoyarme sobre mi brazo para contemplar el paisaje que me rodea, mis dedos se hunden en ella. Su humedad debe deberse a lluvias no muy lejanas que han saludado este paraje y dejado sus caricias de plata y mercurio, de cristales líquidos reabsorbidos por todo lo que me rodea. Tanta belleza sería imposible sin las caricias de la lluvia, pero desde que estoy aquí nunca vi llover…







lunes, 6 de julio de 2009

Honduras - En memoria de Isis Obed Murillo

Hambre… miseria. No más que un pequeño espacio en uno de los cuadros del tablero.
Miles de almas para apostar en manos de este sistema pérfido.
70 % de pobreza y sin capacidad de subsistencia propia, Honduras pasa los días de la Historia como tantos otros, olvidados y descartados. Rescatados solos para emitir un voto en algún organismo, ser base de maniobras de alguna potencia, ser el pequeño latifundio de algún poderoso y mano de obra de algunos varios patrones.
En uno de sus billetes, el Indio "Lempira" (héroe nacional de origen Maya-Lenca, que luchó contra los españoles, en defensa de la libertad y cultura de su pueblo). En los otros, unos cuantos gringos. Militares, estadistas. El de mas alto valor, lleva la cara del Dr. Ramón Rosa, quien fuera parte del gobierno de Marco Aurelio Soto, que también tiene su billete. Soto llega al poder como presidente provisional luego de obligar a José María Medina a renunciar. Este gobierno, además de declarar que se encargaría de “mantener el orden público” fue el que impulsó el primer proyecto de desarrollo capitalista en Honduras. Una más de las historias de los países oprimidos.
El riesgo es perder de vista que en esa Historia va quedando gente en el camino. La gente que muere y la gente que no vive o sobrevive. Niños sin futuro. Esclavos modernos. Dependencia hasta lo inaudito. Expoliación. Ese es el lugar que el capitalismo les ha dado en la Historia.
Una Historia que no difería demasiado en el último tiempo. Honduras, en mano de otro liberal, seguía gimiendo bajo los escombros del mundo. En una larga noche que no amanece. De pies descalzos y carros. De pobres pobres y ricos ricos.
Pero la tormenta se erigió sobre sus pies y son sus potentes puños golpeó a todo el globo. El imperio Yanky comenzó a sangrar… y su sangre infestada de veneno corrosivo, de acido, se desparrama por toda la tierra.
El temblor llegó a todos. Ante esta herida gangrenada, cada cual busca reubicarse para no perder sus intereses. Grandes movimientos de naciones se producen. Los burgueses están asustados… y preparan toda la artillería contra los pueblos que el sacudón despierte, contra los que aun duerman, contra nuestras espaldas que una vez mas recibirán el castigo por no estar de pié, por sostener sobre sus hombros un grupo de parásitos y sanguijuelas que, como carroña, se apiñan en la sangre del capital.
Honduras seguía su camino en la Historia, cuando el nuevo tablero que se esta diseñando llevó a sus gobernantes a buscar apoyo en países signados como malditos por el gran capital. Países que solo buscan también su lugar en el tablero y no precisamente patearlo, pero con un discurso de confrontación que preocupa a los burgueses asustados. ¿Qué pasaría si esas palabras fueran tomadas por puños de carne y hueso que las hicieran realidad?
Una idea intolerable, un ensayo de respuesta.
Como hace 30 años, Latino America se tiñe de rojo sangre y verde militar. Las botas del capital toman las calles y empuñan armas asesinas. Los países “civilizados” del mundo se llaman, se juntan, se escriben, se codean… La reacción del pueblo está en la calle, no hay tiempo para oficinas.
-¡Asesinos! Es un susurro que recorre las calles, hasta convertirse en una exclamación que toma los cielos. La atención es grande. Hay que resolver este problema por las vías de la diplomacia, de la política (pero burguesa). La OEA se debate en un laberinto. Piden por favor al príncipe negro un gesto de cambio, un gesto que evite que la noche cerrada que ha caído sobre Honduras traiga el recuerdo de la escuela de las Américas, de los desaparecidos, de los exiliados, de los asesinados, de las masacres coordinadas de las burguesías latinoamericanas y el imperialismo. Millones en estas latitudes odian al Tio Sam… Hay que evitar que el odio se corporice en estallidos de bronca en los rincones de los suburbios de la vida.
El príncipe negro hace una mueca de desagrado y esboza una lágrima de dolor.
No alcanza.
Una multitud se moviliza para reclamar la vuelta del presidente.
Un avión cargado de lastre no llega a aterrizar
Los asesinos abrieron fuego contra la multitud
La Historia se reescribe con nuevas vidas que terminan su historia allí, en el cemento.
Isis Obed Murillo tenía 19 años apenas. Quien sabe si siquiera pudo votar a aquel por quien se encontraba en el aeropuerto.
Fue, valiente, desafiante como tantos otros, de frente a sus opresores. De cara a las carabinas, contemplando con los ojos llenos de temor las figuras verdes que se apostaban en la pista. Pero no estaba solo, cientos de brazos mas se agitaban, y miles de voces repetían sus clamores. El estado de sitio. Los nuevos desaparecidos y asesinados. Los perseguidos, los de las listas negras… cada uno un motivo para erizar la piel de quienes gritan.
Los disparos.
Isis Obed Murillo cae al piso. Le dispararon por la espalda. Una bala entró por su nuca y ahogó en sangre su voz.
El camino desde que lo levantaron hasta el camión donde lo cargaron quedó regado de la sangre que escurría a borbotones.
El camino de la lucha de los oprimidos tiene un nuevo sendero de sangre.
La Historia de los pueblos oprimidos tiene una nueva bandera con cara de niño.
Nuestra piel tiene un nuevo motivo para erizarse y agitarse.
Nuestras bocas un nuevo nombre para exigir.
Nuestros puños, nueva fuerza para levantarse.
Los trabajadores del mundo deben ponerse de pié y gritar y exigir
TODOS CON EL PUEBLO DE HONDURAS