jueves, 9 de abril de 2009

Desierto

Es una historia extraña que escuché una vez de un pescador, que la escuchó de un compañero cuando intentaban distraerse en medio de una tormenta, quien dice que se la contó a su abuelo un viajero que llegó desde tierras muy remotas y que, según cuentan, luego desapareció extrañamente.
Es que te resultará extraño hijo, pero dicen que aquí antes había un desierto enorme, enorme. Un muro aparentemente compacto pero de una delicada vulnerabilidad. Arena. Arena. Arena… Granito sobre granito. Imagínalos, uno al lado del otro… otro sobre alguno… alguno pegado a otro... La mayoría estaban pintados de una suave escala de amarillo mientras que otros, destilaban color ámbar y daban, en la totalidad, un brillo especial a la superficie. Algunos perfectamente esmerilados, redondos. Otros, menos uniformes, no parecían erosionados ni gastados por el tiempo, sino más bien gestados a los golpes. Así, la masa compacta. A simple vista era como una manta rústica tejida por la historia, acomodada desprolijamente sobre la tierra. A un lado de ella, el horizonte y los cientos de cuerpos celestes. Del otro lado el infinito, y los cientos de cuerpos. -¿Pudiste verlo? Cerrá los ojos y sentí. Algunas veces el paisaje es desolador, desesperante, monótono. Otras veces se vuelve bravo y peligroso, como las peores tormentas marinas. Surge de sus entrañas la ira de los siglos y se convierte en una trampa. Algunos han llegado a decir que, agudizando el oído, se podía oír música… pero sólo algunos, no todos tenían ese don.
Sobre su espejada superficie a veces habita vida. Viajeros que llegan a su puerta siempre, sin invitación. Son pocos los que se atreven. Algunos se sienten perdidos, otros mueren de sed, otros se entregan a contemplarlo y cruzarlo sintiendo el calor en pleno rostro y disfrutando, o simplemente dan un rápido paseo, hundiendo apenas sus pies en la arena para no quemarse con ella, para no caer en la tentación de recostarse en la superficie blanda y confiarse, corriendo el riesgo de morir de sed. Así, muchos viajeros atravesaron por aquí, y dejaron huellas que el viento rápidamente borraba… otras mas profundas simplemente se fueron cubriendo con nuevos granitos de arena de nuevas rocas desgastadas, desde vaya a saber uno que lugar. En fin, a los ojos, un cielo de arena ocre casi perfecto, que convierte el verdadero cielo en mar.
La repetición de los tiempos seguía su curso. El día y la noche marcaban el ritmo de la vida abriendo y cerrando sus brazos de vacía inmensidad. Pero que un día, un viajero se perdió y se encontró en este desierto sin querer. Este viajero era distinto. Sorprendido pero a gusto, recorrió cada rincón, jugó con la arenilla, desenterró objetos olvidados en la historia, puso al desnudo cada uno de los espejismos que se le presentaron. El oleaje del arenar se detuvo ante su marcha. Lo dejo andar… lo dejó llegar a los lugares no explorados, aquellos en que la arena es mas blanda, mas blanca, mas suave, mas frágil… donde el caminar se hunde en cada paso, llegando al fondo del desierto, tocando sus nervios y los tesoros escondidos en la superficie enterrada. Transcurrían así los días, y las noches se volvían cálidas. La inmensidad recostaba gustosa de cara al sol, sintiendo las cosquillas del viajero en sus entrañas. Pero el viajero era un nómade, curioso por naturaleza y sumamente inquieto. No le alcanzó con encontrar un oasis real que no era espejismo y que el desierto le cedió luego de haberlo escondido por años. Comenzó a recorrer en círculos cada metro cuadrado, sin parar, iba y venía. Ya no dormía… solo caminaba. Como en un profundo transe, casi inconciente, hundía cada vez más sus pies en la arena, hasta las rodillas. Le costaba caminar y desgarraba el orden de la arena en cada paso. El desierto se resintió, se sacudía. El movimiento inconstante lo ponía nervioso. Intentó levantar nuevas tormentas de arena, lanzar los escorpiones más venenosos, los espectros mas horribles… pero no podía, todo intento era en vano. Había relajado sus entrañas, su inmensidad se volvía inerte. El viajero continuaba en sus rítmicos movimientos, sus febriles danzas, sus interminables exploraciones… hasta llegar a un lugar que nunca antes había visto. Algunas flores extrañas y arena más compacta le llamaron la atención. Pisó, la arena estaba húmeda. Tanto movimiento había abierto una grieta en la tierra mas profunda del mar de arena. Cansado pero extasiado por el hallazgo, cayó de rodillas y acarició suavemente la humedad. Hundió sus dedos, sus manos y comenzó a escarbar. Sacó las flores a un lado y cavó hasta llegar a un cauce de agua. Éste era un torrente potentísimo que ante la nueva entrada de aire y luz desvió su curso, arrojando al viajero de espaldas sobre la arena, pasándolo por encima, dejándolo casi ahogado. Cuando volvió en sí era de noche, una noche bien cerrada, y se encontró sobre un médano. El lugar se había vuelto frío y no emanaba el cálido dorado de antes.
Cuando pudo ver mejor, se encontró rodeado de agua. El desierto no era ya desierto. Toda su superficie se encontraba inundada de catástrofe líquida, barrosa, de granos de arena que se resistían revueltos en el agua que todo lo invadía.
El sol salió nuevamente, débil pero seguro… tal vez con el tiempo ayude a secar el agua y vuelva a ver a su compañero el desierto, para seguir jugando con sus arenas a dibujar figuras del mundo.
Mientras, nosotros podemos sentir el desierto en nuestros pies, cuando entramos en el agua. ¿Sentís como la arena estremecerse en tu piel?. El agua se agita y forma las olas que nos bañan, porque el desierto respira bajo las toneladas de agua. Todavía vive. ¿Qué porque el agua se volvió salada? Porque llora, hijo. El desierto llora desde las profundidades… Extraña al viajero.

1 comentario:

Espiritu Muajajesco dijo...

Es completamente distinto ahora. Me encanta la encriptación. Quizás se podría escribir el mismo cuento desde el viajero... le voy a decir al pescador, que la escuchó de un compañero cuando intentaban distraerse en medio de una tormenta, que dice que se la contó a su abuelo un viajero que llegó desde tierras muy remotas y que, según cuentan, luego desapareció extrañamente, si no le avisa.
Y completa el cuadro (y la entendición) tus últimas palabras antes de dormir.