lunes, 30 de marzo de 2009

Un cuento de otoño.



Había una vez una hoja, como casi todas las hojas… pero esta pensaba y dejó una historia que le contó a un gusano de la tierra que la transmitió por generación en generación hasta convertirse en leyenda, en un lindo cuento pero que solo unos pocos creen.
Esta hoja nació pequeña, como otros cientos de pequeñas. Amarilla. Delicada. Fue una mañana de una temprana primavera, con los primeros calores de un agosto rebalsante de frutillas. Y aunque temprano, era de las más remolonas. Los tiempos alterados de climas entreverados habían dando varias tandas de hojitas anteriores… ella, era la mas jovencita. Se desplegaba perezosa, mirando a todos los puntos cardinales. La vista era impagable, una de las ramas mas altas… El tiempo pasó y la volvió verde. Día a día se mecía en su rama, al sol, tomada fuertemente de la corteza de la rama, aferrada a la vida. El temor de soltarse de ella la despertaba en pesadillas las noches de tormenta. Se sentía tan poca cosa que el miedo era mas grande que ella. Es que ella lo ignoraba, pero cumplía una importante función en aquel frondoso árbol, al igual que los cientos de hojas verdes que la acompañaban. Todas parecían iguales, y todas cumplían una función… pero ninguna se miraba. Sólo miraban la rama, el tronco, la corteza que las ataba a la vida. Le rezaban, la aclamaban, cumplían con lo exigido. Claro, suponían que ellas, siendo tan pequeñas, dependían enteramente de ese maravilloso tronco, de ese ser gigante que podía resistir los vientos y tormentas, aquel sobre el cual los pájaros se enamoraban y construían sus nidos. Le debían la vida. A pleno sol, las ramas se erguían y las hojas agradecían al árbol el privilegio de que las haga llegar tan alto… casi de cara al cielo. Claro que aquel árbol no las alzaba al cielo ni por amor ni por bondad. Pero ellas lo desconocían. Este árbol necesitaba que ellas, como pequeños paneles solares, tomaran con sus fibras todo el sol que pudieran para así darle de comer. Ellas recibirían un poco de alimento, el suficiente como para seguir resistiendo tomadas de la rama, mientras el árbol llenaba su tronco de energía vital.

Pasaron los meses y comenzaron a sentir frío. Las hojas tiritaban de frío y de miedo colgando de las ramas. Sabían que algo extraño se avecinaba. Notaban que el árbol retraía sus raíces, algunas ramas se precipitaban con fuerza en el vacío y crujía. El sol ya no era el que era antes y se sentían débiles. El temor se apoderaba de ellas, y pedían ayuda al árbol, que no respondía a las consultas.
Algunas comenzaron a perder el color. Comenzaron a morirse, se marchitaban día a día casi sin poder evitarlo.
Así las pudo ver caer. Una a una al principio. De a decenas luego. Las veía yacer en el piso, crujiendo bajo los pies de cualquier caminante anónimo. El espectáculo mas triste era ver aquellas pocas que se resistían a caer, y quedaban agarradas por un filamento a la rama y se retorcían en el aire. La hoja temió que el tronco también se secara y se precipitara sobre la tierra… aunque no evidenciaba rastro de sufrimiento, ni hambre. Por las dudas seguía aferrada a la rama, se contorneaba formando maravillosas formas, buscando llegar a la mayor cantidad de luz posible, luchando por alimentar como fuera al tranco que la sostenía. Para que no cayera. Para que no la dejara morir. Pero el esfuerzo era en vano y comenzó a verse ocre. Sus puntas se endurecieron y quebraron. Ya quedaban muy pocas tomadas de las ramas, que se erguían al cielo como cadáveres insepultos suplicando clemencia a la muerte.
Sintió un tiron, se desprendía. Cayó suavemente sobre el piso, sobre un colchón de pequeñas hojas ya muertas hacia días. Y por fin lo vió. El tronco no moriría, ya había extraído de ellas toda la energía que podía y veía… a lo lejos, en las ramas mal altas, pequeñas cabecillas de nuevos verdes que asomaban.
Maldijo su ceguera. Maldijo no haberse soltado antes, como muchas veces soñó, para viajar a rincones lejanos, conocer otros lugares, otras hojas, y decidir donde reposar para alimentar nueva vida. Ahora se encontraba a los pies del tronco que había succionado su savia, condenada a seguir alimentando su tierra, aun después de muerta, abonando sus raíces.
El ciclo comenzaría devuelta, hasta que llegue el día que las hojas todas, aun verdes y jóvenes, se tomen de las brisas de un viento vagabundo y hagan su propio camino, abandonando al tronco que no será nada sin ellas.

2 comentarios:

Pablo Distinto dijo...

Excelente relato Jimena!



Mis auras para usted!



Paz


Leyó:


Pablo Terrible

Espiritu Muajajesco dijo...

Es muy bueno. Me gustó mucho... lástima que no estoy más en las aulas, sino le ponía música y pasaba a formar parte del cancionero de relatos para la formación del pequeño bolche, junto con la fábula del cerdo que se queda con todo lo que los pollitos producen y otros grandes cuentos!
Tu pluma cada vez traza más segura. Me gusta.
Besoo