lunes, 22 de diciembre de 2008

rejas


El sol implosiona en llamaradas intensas de calorías inflamables. Amanece y el frío del plomizo cielo se resquebraja como un óleo avejentado. La piel de la noche, arrugada y corrompida por la luz, le duele a los astros que contemplan la agonía, impotentes. Todo el brillo de sus parpadeos, toda la magia de su levitación celestial que enamora ojos insomnes, no pueden detener el ritmo del naciente día. La espesa negrura se vuelve gris, rojo, naranja, amarillo, blanco brillante. El Sol asoma allí a lo lejos, donde la tierra se hace plana, donde dobla la vida en choque frontal con el horizonte. Sus llamas acarician las superficies a su paso. Su calor calma el frío, crepita y quema en lenguas de lava de aire. El pasto se cubre de pequeñas gotas, como del viejo collar de perlas roto salpicando todo de sus brillantes lagrimas. El aroma de la tierra y la clorofila sirven las veces de un bálsamo calmante para la noche que se desgarra y sigue volcando sus lágrimas, porque sabe que se va, sabe que debe irse. Enormes verjas de hierro forjado circunscriben un plano del terreno. Pero no alcanzan y la luz arremete sobre las flores protegidas. La reja se desconcierta. Inmovilizada por el frío de la noche, cruje ante los rayos del sol, se estremece y se enciende. En minutos más no quedará nada de sus detalles, de sus curvas y figuras cinceladas, de su fin de reja protectora. Comienza a prenderse fuego y sangra hierro fundido. Su alma de duro metal resiste hasta último momento. Tiembla, el cielo todo se ha convertido en un averno. Las llamas voraces se vislumbran tras las nubes inofensivas. El cielo se derrite sobre la tierra, el sol la abraza, la reja se rinde ante su resplandor.
Luego del atardecer, cronos sigue su curso y el sol guarda su traje de lava cuidadosamente, se apaga de apoco, vuelve a su rojo intenso de vergüenza por los seres encendidos en su jornada, se esconde dando un guiño a la luna que a comenzado a aparecer. Las estrellas, de apoco recuperan su brillo. Las estrellas fugaces recorren el infinito haciendo recuento de los estragos del sol. Abajo, sobre el verde pasto, un montón de hierros retorcidos yacen. Aun humean. Aun se escucha crujir su alma. El frío comienza a endurecer la aleación, ya termina la agonía. Mira al cielo y se maldice por su por su flaqueza. Rendirse ante un astro, rendir su firmeza, su rudeza, su porte de fortaleza ante un astro… ante un astro que obedece, también, a otras fuerzas, obligado a ocultarse y despertar rítmicamente, una grieta en su omnipotencia, tan poco dueño de si mismo también. La luna la baña en plata. Se duerme. Sueña su nueva forma de llave y cerradura, para abrirse y cerrarse sin morir en el intento. Espera al herrero que se apiade de ella con la nuevas luces del día.

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