Tenía una noche habitualmente normal. Sus manos estaban negras de la pintura y el olor del diluyente de toda la tarde todavía la mareaba. Entró a la ducha y bajo el agua caliente una extraña sensación la invadía. Intentó relajarse, puso su programa preferido y se sentó a pintar. Peleaba con el pincel que se negaba a deslizarse como en otras ocasiones, cuando sonó el timbre. Era un hecho extraño que la sobresaltaba, pero al asomarse a la puerta sintió que había hecho eso toda la vida.
Un señor desde la puerta la miraba acercarse.
- Buenas noches. ¿Puedo ayudarlo en algo? Dijo ella, con la íntima sospecha de que no podría.
- Buenas noches. Sonrió y la saludó. Entró como si fuera aquello los más habitual.
Y era raro, porque ella sentía también como si aquello fuera parte de su vida.
Hablaron un rato largo de muchas cosas. Hasta que ella recordó su primer pregunta e insistió:
- Señor, ¿Puedo ayudarlo en algo?
- Ah! Claro, casi lo olvido. Y así, sin más, le dijo:
- Seguramente ud tenga alguna herida que no cicatriza no? Todos las tenemos.
Ella no tenia ganas de hablar de sus heridas, que estaban bajo control, pero estaba intrigada y asintió.
- Bien señora, vengo a ofrecerle un gran descubrimiento del hombre para curarlas.
Se llama alcohol. Sacó de su saco una pequeña botella y la puso sobre la mesa, junto al mate. La botellita estaba manchada de sangre y la impresionó.
- Mire señor, le agradezco, pero no creo que eso funcione.
El insistió. Parecía absolutamente convencido de lo que decía. Ella intentó explicarle que no era esa la mejor forma de curarse. Que el alcohol quemaba las heridas, pero no las curaba. No había forma de hacerle entender. Hablaban un diálogo de sordos. Mas tarde el trataba de convencerla de algo, pero ella no entendía muy bien de qué y un poco mas tarde ella empezó a sospechar que el tampoco lo sabía. Ella comenzó a molestarse.
- Mire señor, Yo no uso alcohol para las heridas. Arde. Quema. Prefiero el azúcar para cicatrizar.
Como buen vendedor, insistió una vez mas en darle su versión de la mejor receta
Ella estaba perpleja. Ella ya le había dicho lo que opinaba. El le hacia muchas preguntas y le planteaba muchos problemas. Ella se sintió fuera de lugar. No era ella quien debía estar allí escuchando. Ella no debía sentir el peso de tener que ayudarlo o de darle la respuesta que exigía. ¿Es lógico que alguien pueda querer insistir en vender algo que ya le dijeron que no hace bien? Pero bueno, el tenia que vender, para su propio beneficio. Así que ella intentó escuchar con atención los testimonios y pruebas para ver si había algo de razón en sus palabras, algo desde donde encontrar una solución. Pero no podía entenderlo. Vendía el alcohol confundiendo sus propiedades con las del agua. Luego hablaba del azúcar y la ponderaba. Luego decía que el azúcar no funciona, que solamente calma el dolor pero no cicatriza. Que por eso el usa el alcohol. Claro que a veces prueba con el azúcar. Y las más de las veces mezcla el alcohol con el azúcar por las dudas… Hicieron un silencio y se miraron. A esa altura ninguno de los dos entendía para que se había acercado hasta su puerta. ¿A vender algo de lo que no estaba convencido? ¿Qué clase de vendedor pretende vivir de eso? Tal vez el notó que había perdido el eje de su discurso. Que había llegado hasta allí a vender una solución mágica, un llame ya de esos que suenan muy bonitos pero todos sospechan que seguro no funciona, y que se había distraído en la oratoria. Así que comenzó a hablar de su propia experiencia, y de cómo colocaba el alcohol en sus propias heridas. Levantando la botella en una mano, para que ella pudiera verla al rayo de la luz, la manga de su camisa se deslizó y ella pudo ver su brazo en carne viva.
- ¡Por Dios!, gritó. ¡Su piel no está bien señor!
- Si, está bien! Esta curando. A veces me duele un poco, sobre todo por las noches
Y abriendo la botella de alcohol la esparció sobre su cuerpo.
- Pruebe señora. Pruebe Ud misma.
- No gracias.
Ella retrocedió un paso, perpleja. El hombre se tocaba el brazo como si nada hubiera en el, aunque en sus ojos un brillo de dolor contenido reflejaba los focos de la lámpara y los entristecía.
- Mire señor, he estado aireando mis heridas para que sequen y ahora, con tanto mostrarlas y probar se me han puesto sangrantes otra vez. Por favor le insisto, pruebe ud curar las suyas y entonces sí encuentra la forma, venga a recomendarme algún buen remedio.
Ella comenzó a sospechar que este hombre no era un vendedor, que simplemente necesitaba compartir sus dolores para que le dolieran menos. Ver que otras personas también estaban lastimadas y contaminar esas heridas con su propia pus. Así que ella tomó otra actitud y distancia. No sabia que decir, no tenía mucho para decir.
- Disculpe ud señora entonces. Mejor me retiro.
Ella notó en la cara de el un profundo malestar, y dentro de ella levantaba calor la infección y sentía que sus ojos iban a estallar. ¿Vino a venderle curas milagrosas o convencerla de algo para convencerse el? ¿Vino en realidad a escuchar si ella tenía alguna? ¿Le preocupaba que ella las hubiera curado? Ella no podía curarlo porque el necesitaba estar lastimado, y que ella también lo estuviera. Realmente no entendía.
Definitivamente, el no se definía a curarse. Creía que lo hacía… pero era evidente que no. Intentó igual ser amable, porque ella entendía el dolor de el. Ella lo sabía en su propia piel.
- Bueno señor. Espero que haga un poco de reposo y recapacite. Y mejor deje sus brazos un tiempito al aire para que sequen.
Ella los esperó un rato en la puerta mientras el husmeaba la cocina, como quien mira un paisaje a recordar. El se acercó a ella y, como vencido por no poder haber desenredado la compleja trama, la abrazó. La impregnó con el alcohol que llevaba en su cuerpo y ella comenzó a sentir el ardor en los cortes y raspones, pero no pudo moverse, no quería.
El se retiró lentamente. Un perro intentó correrlo varias veces, pero se quedó mirándolo partir. Luego quiso correrlo nuevamente, pero ya no lo pudo ver.
Entró a su casa mareada, confundida pero con la impresión que había entendido un poco más de lo que los sentimientos le permitían elaborar en ese momento. Pasados los días ella podrá, tal vez, elaborar mejor lo que había pasado. Se sentó nuevamente en la mesa, miró el mate que se había quedado fatalmente quieto, miró el sillón que tenía enfrente, aun con su forma, y se dió cuenta en ese momento que conocía a ese hombre. Algo en él le resultaba familiar. Se había sentido como si hasta ese día fuera parte de su vida ese ritual. Pero era distinto, era a la vez otra persona. Como si lo hubiese tratado, pero en otra vida, en otra época tal vez, en la que compartieron cosas que en esta ya no podían compartir. Luego se convenció que no, porque su perfume era distinto, y le gustaba mas el anterior.
Abrió un cajón y juntó un montoncito de billetes. Ni bien pueda saldar su deuda, saldrá a buscar algo de azúcar, aun esta convencida que es esta la época en que vive, y que quiere vivirla, sin raspones y sin alcohol.
Un señor desde la puerta la miraba acercarse.
- Buenas noches. ¿Puedo ayudarlo en algo? Dijo ella, con la íntima sospecha de que no podría.
- Buenas noches. Sonrió y la saludó. Entró como si fuera aquello los más habitual.
Y era raro, porque ella sentía también como si aquello fuera parte de su vida.
Hablaron un rato largo de muchas cosas. Hasta que ella recordó su primer pregunta e insistió:
- Señor, ¿Puedo ayudarlo en algo?
- Ah! Claro, casi lo olvido. Y así, sin más, le dijo:
- Seguramente ud tenga alguna herida que no cicatriza no? Todos las tenemos.
Ella no tenia ganas de hablar de sus heridas, que estaban bajo control, pero estaba intrigada y asintió.
- Bien señora, vengo a ofrecerle un gran descubrimiento del hombre para curarlas.
Se llama alcohol. Sacó de su saco una pequeña botella y la puso sobre la mesa, junto al mate. La botellita estaba manchada de sangre y la impresionó.
- Mire señor, le agradezco, pero no creo que eso funcione.
El insistió. Parecía absolutamente convencido de lo que decía. Ella intentó explicarle que no era esa la mejor forma de curarse. Que el alcohol quemaba las heridas, pero no las curaba. No había forma de hacerle entender. Hablaban un diálogo de sordos. Mas tarde el trataba de convencerla de algo, pero ella no entendía muy bien de qué y un poco mas tarde ella empezó a sospechar que el tampoco lo sabía. Ella comenzó a molestarse.
- Mire señor, Yo no uso alcohol para las heridas. Arde. Quema. Prefiero el azúcar para cicatrizar.
Como buen vendedor, insistió una vez mas en darle su versión de la mejor receta
Ella estaba perpleja. Ella ya le había dicho lo que opinaba. El le hacia muchas preguntas y le planteaba muchos problemas. Ella se sintió fuera de lugar. No era ella quien debía estar allí escuchando. Ella no debía sentir el peso de tener que ayudarlo o de darle la respuesta que exigía. ¿Es lógico que alguien pueda querer insistir en vender algo que ya le dijeron que no hace bien? Pero bueno, el tenia que vender, para su propio beneficio. Así que ella intentó escuchar con atención los testimonios y pruebas para ver si había algo de razón en sus palabras, algo desde donde encontrar una solución. Pero no podía entenderlo. Vendía el alcohol confundiendo sus propiedades con las del agua. Luego hablaba del azúcar y la ponderaba. Luego decía que el azúcar no funciona, que solamente calma el dolor pero no cicatriza. Que por eso el usa el alcohol. Claro que a veces prueba con el azúcar. Y las más de las veces mezcla el alcohol con el azúcar por las dudas… Hicieron un silencio y se miraron. A esa altura ninguno de los dos entendía para que se había acercado hasta su puerta. ¿A vender algo de lo que no estaba convencido? ¿Qué clase de vendedor pretende vivir de eso? Tal vez el notó que había perdido el eje de su discurso. Que había llegado hasta allí a vender una solución mágica, un llame ya de esos que suenan muy bonitos pero todos sospechan que seguro no funciona, y que se había distraído en la oratoria. Así que comenzó a hablar de su propia experiencia, y de cómo colocaba el alcohol en sus propias heridas. Levantando la botella en una mano, para que ella pudiera verla al rayo de la luz, la manga de su camisa se deslizó y ella pudo ver su brazo en carne viva.
- ¡Por Dios!, gritó. ¡Su piel no está bien señor!
- Si, está bien! Esta curando. A veces me duele un poco, sobre todo por las noches
Y abriendo la botella de alcohol la esparció sobre su cuerpo.
- Pruebe señora. Pruebe Ud misma.
- No gracias.
Ella retrocedió un paso, perpleja. El hombre se tocaba el brazo como si nada hubiera en el, aunque en sus ojos un brillo de dolor contenido reflejaba los focos de la lámpara y los entristecía.
- Mire señor, he estado aireando mis heridas para que sequen y ahora, con tanto mostrarlas y probar se me han puesto sangrantes otra vez. Por favor le insisto, pruebe ud curar las suyas y entonces sí encuentra la forma, venga a recomendarme algún buen remedio.
Ella comenzó a sospechar que este hombre no era un vendedor, que simplemente necesitaba compartir sus dolores para que le dolieran menos. Ver que otras personas también estaban lastimadas y contaminar esas heridas con su propia pus. Así que ella tomó otra actitud y distancia. No sabia que decir, no tenía mucho para decir.
- Disculpe ud señora entonces. Mejor me retiro.
Ella notó en la cara de el un profundo malestar, y dentro de ella levantaba calor la infección y sentía que sus ojos iban a estallar. ¿Vino a venderle curas milagrosas o convencerla de algo para convencerse el? ¿Vino en realidad a escuchar si ella tenía alguna? ¿Le preocupaba que ella las hubiera curado? Ella no podía curarlo porque el necesitaba estar lastimado, y que ella también lo estuviera. Realmente no entendía.
Definitivamente, el no se definía a curarse. Creía que lo hacía… pero era evidente que no. Intentó igual ser amable, porque ella entendía el dolor de el. Ella lo sabía en su propia piel.
- Bueno señor. Espero que haga un poco de reposo y recapacite. Y mejor deje sus brazos un tiempito al aire para que sequen.
Ella los esperó un rato en la puerta mientras el husmeaba la cocina, como quien mira un paisaje a recordar. El se acercó a ella y, como vencido por no poder haber desenredado la compleja trama, la abrazó. La impregnó con el alcohol que llevaba en su cuerpo y ella comenzó a sentir el ardor en los cortes y raspones, pero no pudo moverse, no quería.
El se retiró lentamente. Un perro intentó correrlo varias veces, pero se quedó mirándolo partir. Luego quiso correrlo nuevamente, pero ya no lo pudo ver.
Entró a su casa mareada, confundida pero con la impresión que había entendido un poco más de lo que los sentimientos le permitían elaborar en ese momento. Pasados los días ella podrá, tal vez, elaborar mejor lo que había pasado. Se sentó nuevamente en la mesa, miró el mate que se había quedado fatalmente quieto, miró el sillón que tenía enfrente, aun con su forma, y se dió cuenta en ese momento que conocía a ese hombre. Algo en él le resultaba familiar. Se había sentido como si hasta ese día fuera parte de su vida ese ritual. Pero era distinto, era a la vez otra persona. Como si lo hubiese tratado, pero en otra vida, en otra época tal vez, en la que compartieron cosas que en esta ya no podían compartir. Luego se convenció que no, porque su perfume era distinto, y le gustaba mas el anterior.
Abrió un cajón y juntó un montoncito de billetes. Ni bien pueda saldar su deuda, saldrá a buscar algo de azúcar, aun esta convencida que es esta la época en que vive, y que quiere vivirla, sin raspones y sin alcohol.
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