lunes, 19 de octubre de 2009

Oniris

Cuenta la leyenda que Oniris habitaba en una tribu que había perdido sus dioses.
Múltiples catástrofes los habían alejado enormemente de aquellos astros que en otros tiempos marcaban los ritmos de la vida. Había sido un día en que decidieron no consultar más los oráculos y hacer sus propios destinos.
De esta manera transcurrían los días y los años placidamente, construyendo realidades.

Oniris era parte de esa tribu y bajo el sol que regaba los verdes brillantes jugaba a los cuentos. Gustaba de inventar y relatar historias lejanas, sobre aquellos antepasados supersticiosos. Tomaba sus dioses y los reconvertía, los traía al presente en extrañas formas. Los humanizaba, los bajaba a la tierra de los humanos sin sus poderes y los sometía a las vicisitudes mundanas, demostrando que aquellas antiguas creencias no eran más que fabulas. Que en cada hombre se hallaban gran cantidad de dones que se recolectaban en el camino de la vida y no en el paso por el río donde antes se creía que habitaban los no natos.
Se burlaba del dios de los vientos, de los mares, de la ira y del amor. Los miembros de la tribu la escuchaban siempre atentamente mientras de su boca las palabras se descolgaban hiladas en finas hebras de plata que se colgaban de las nubes y mecían su voz en dulces ensoñaciones.
El ritual tenía lugar por las noches, junto a los fuegos que se encendían para burlar la oscuridad que teñía de grises las praderas, aquellas mismas que durante el día eran brillantes. Allí, las cosas que eran cotidianas bajo la luz del sol, perdían sus habituales formas para transformarse en extrañas criaturas según el relato lo requiriera. Los árboles podían ser poderosos dioses que agitaban sus brazos en ataques de sobrehumana ira. Los arbustos se transformaban en los primeros hombres que se escabullían entre los pies de los dioses en sana rebeldía. Los ríos que los rodeaban, podían ser las lenguas de plata de las estrellas que bañaban la tierra de terribles maldiciones. La cosa se ponía mejor si algún animal salvaje pasaba correteando por entre los oyentes. La escena se llenaba de tensión y el viaje al pasado era una excursión inolvidable.
Las luces ocres y naranjas del fuego y el crepitar de los leños daban el toque final a relatos fantásticos que, al apagarse, se esfumaban en los sueños de aquellos que cerraban sus ojos y se perdían en un mundo de fantasía, mecidos por la dulce voz de Oniris.
Este se había transformado en el pasatiempo favorito de los nativos, como un elixir que garantizaba un sueño profundo y plácido para, con las primeras caricias de la mañana, emprender nuevas jornadas llenas de realidad.
Entre los nativos se encontraba Realis.

Realis no faltaba nunca a la cita de la noche. Y era el único que nunca se dormía abrazado a las historias de Oniris. Escuchaba atentamente cada una de las palabras y las guardaba como tesoros. Durante el día podía mantenerse despierto y en medio de los quehaceres se le acercaban muchos otros que, habiendo caído bajo el ensueño de la noche, se habían perdido el fin de alguna de las historias. Entonces el repetía una a una las palabras y los gestos que Oniris había derramado durante la larga noche.
Nunca nadie se extrañó sobre esto. Realis nunca dormía y todos los días rendía en sus labores como quien había dormido toda la noche.
Un día se desató una tormenta como pocas veces se recordaba hubiera sucedido. Ni siquiera en las historias de diluvios que Oniris había relatado se podía encontrar una referencia a semejante obra de la naturaleza. Ese día fue particularmente extenuante. Refugiar a los animales. Levantar las cosechas antes que se pierdan bajo las incansables gotas de agua que penetraban frenéticamente la tierra. Reforzar las viviendas y proteger a los niños. Todos corrían y hacían sus mayores esfuerzos para resistir las ráfagas de agua y viento. Ese día Oniris se sumó a las tareas de sus hermanos y no pudo dormir el reparador sueño diurno que le permitía pasar noches enteras sin siquiera hacer una pausa en sus palabras.
El anochecer trajo alivio a la aldea y el viento se llevó la lluvia bien lejos, dando paso a una luna enorme y rellena que llenaba de luz blanca las mesas de la cena.
Pero esa noche nadie comió. Un grupo de niños corrió a atizar el fuego de las noches de leyendas. Todos querían escuchar las viejas historias de la Mesopotamia sobre Iskur, el dios de las tormentas y la lluvia. No faltaba casi nadie en el encuentro de esa noche. Solo aquellos que, muy cansados, habían acudido a sus lugares de descanso para entregarse a un sueño reparador que no requería de relatos fantásticos.
Como era de esperar, Oniris se sentó en un rincón oscuro, reparado de la luz lunar y comenzó su relato. Como todas las noches, respiró hondo y comenzó a hilvanar hermosas palabras llenas de imágenes y colores. Cada gesto, cada descripción, recordaba en cada uno de los asistentes la jornada vivida. Como el aire se había llenado de agua tornando casi irrespirable el lugar. Como cada músculo se había tensado de sobre manera para poder enfrentar los vientos. Hablaba de una vieja leyenda en que un desierto se convirtió en un inmenso mar salado. Había transcurrido muy poco del relato cuando el fuego comenzó a apagarse, mucho más rápido de lo habitual. Las maderas húmedas competían con las llamas matándolas poco a poco. Solo un pequeño resplandor quedaba del intenso naranja y rojo que hacía unos minutos bañaba el lugar. Oniris continuaba con su relato, sin dar cuenta de lo que sucedía. Realis escuchaba atentamente, mientras observaba que todos habían sucumbido ante el cansancio y dormían profundamente. Mientras los observaba notó algo que le llamó poderosamente la atención. Las palabras de Oniris se desenganchaban unas de otras y perdían sentido.
Comenzaba a mezclar viejos relatos con relatos que Realis nunca había escuchado aún. El los conocía de memoria, y ya conocía cada uno de los dioses que Oniris había humanizado. Y sabía que algo no andaba bien en esta ocasión… El dios de las tormentas se había transformado en un dios que correteaba a los hombres distraídos y los enamoraba. Realis se acercó lentamente a Oniris para escuchar mejor, porque sus palabras se iban consumiendo casi en el borde de los labios, hablando cada vez mas despacio. Debió acercarse tanto tanto para poder escucharla que su rostro quedó frente al de ella. Podía sentir su respiración entre cortada. Oler su perfume de hierba mezclado con lluvia. Oniris estaba hablando dormida. El cansancio de la jornada le había dado una estocada profunda. Un pequeño haz de luna se filtraba por las hojas del árbol bajo el cual Oniris se había acomodado, y se acurrucaba sobre su cara, permitiendo a Realis ver cada detalle de aquel rostro que hasta ahora sólo había podido contemplar cada noche entre penumbras. Los ojos estaban abiertos, pero perdidos en algún punto en que Oniris soñaría las criaturas que estaba describiendo, casi ya en silencio. Su boca entreabierta apenas movía los labios, como en un último intento de seguir pariendo sus historias.
Realis levantó su mano y suavemente le cerró los ojos, y la acomodó sobre el piso para que pudiera descansar. La miró y nuevamente acercó la oreja a sus labios. Pasó algunos minutos mas recostado junto a ella intentando escuchar las palabras casi balbuceadas, de una historia extraña de un tal Eros, de una tal Milita, en que se mezclaban regiones lejanas del mundo bajo un mismo poder. Finalmente Oniris dejó de balbucear y dejó de resistirse al sueño que la había poseído. Realis quedó junto a ella, repitiendo muy quedo las palabras que había logrado capturar. La miró profundamente y se sintió invadido por una extraña sensación. Sabía que no debía, pero acercó sus labios a los de ella sin dejar de repetir las palabras escuchadas sobre estos dioses antes in nombrados. La besó y sintió que ella comenzaba a hablar nuevamente, en susurros. El fuego ya se había apagado completamente y la luna se escondía tras el pesado cortinado de los últimos nubarrones de la tormenta.
Por la mañana el sol volvió a templar la hierba, y secó los últimos vestigios de la lluvia. Uno a uno los seguidores de fábulas comenzaron a desperezarse para encontrase, con sorpresa, a Oniris durmiendo profundamente bajo el árbol donde colgaba sus palabras.
Se acercaron a levantarla y ella intentó agradecer el gesto, pero no pudo. Las palabras no salían de su boca. La desesperación se dibujó en su hasta entonces apacible rostro. Los nativos se miraban unos a otros estremecidos. Sólo Realis permanecía sentado a un costado, mirando la escena, sin un rastro de cansancio en su rostro.
Desde ese día las noches de la tribu cambiaron. Realis ocupó el lugar de Oniris, relatando las historias que ella le contó al oído durante esa larga noche. Oniris se sienta todas las noches cerca del fuego a escucharlo, con la mirada perdida en aquel lugar donde puede ver las criaturas que Realis humaniza. Y esa noche, el relató su primer historia. La historia sobre el alma de los hombres. Sobre las palabras que son pequeñas gotas de alma que se escapan de los cuerpos para construir hermosas ficciones y necesarias realidades. Y habló de aquel extraño dios que se escabulló entre los hombres, cansado de sus palacios artificiales, y que en un arrebato en el que se hizo finalmente humano, realizó su ultima fechoría de travieso dios, robando el alma mas bella de los sueños con un beso, con la complicidad de Toth y Agni, dioses de la luna y el fuego en aquellas viejas historias de los hombres.